En la enorme casa
inmediatamente contigua a nuestro hogar, vivía una señora octogenaria
completamente sola. Nos topábamos con ella en sus salidas ocasionales. Aparentaba
andar siempre apresurada, no parecía de conversa fácil y tenía una
actitud de sospecha hacia los actos de cortesía.
Mostraba un caminar
seguro a pesar de la fragilidad de su delgadez. Su mentón elevado y
mirada altiva denotaban una vida de privilegios.
A cada final del día, mirábamos
desde nuestra ventana sus recorridos por el jardín que rodeaba la espléndida
casa estilo Tudor de primera mitad del siglo XX. Parecía volar mientras podaba
cerezos, tuliperos, peumos y rosas, donde anidaban
y animaban el amanecer una orquesta de tórtolas y picaflores, golondrinas
y zorzales, docenas de gorriones y una que otra cotorra, que nos visitaban desde
las araucarias en la cuadra siguiente.
En el vecindario
circulaba el chisme de que hacía un tiempo que a la señora se le venían
olvidando las cosas, lo que colmaba la paciencia de las chicas del aseo, culpabilizadas
de sus olvidos.
Luego se supo que ante
las manifiestas señales de senilidad exhibidas por la veterana, quien nunca
tuvo hijos, fueron sus sobrinos, visitantes esporádicos, quienes se encargaron
de encerrarla con cuentos de paseo de fin de semana en el primer asilo que
encontraron, instalándose en el vecindario el fantasma de la eventual demolición
de la casa.
Transcurrieron los meses sin novedad. Nos tranquilizaba ver al jardinero trabajando como cada domingo en
el tupido jardín.
Así pasó el
tiempo hasta que un día nos alarmó el hecho de que el riego automático dejara de
activarse y que el polvo empezara a acumularse en el frontis junto a la
correspondencia. A poco transcurrir nuestro temor se hizo realidad, pues nos
enteramos que los sobrinos habían vendido la casa, y que esta se demolería en un
breve plazo para dar lugar a un edificio de 10 pisos.
Vimos transcurrir en cámara lenta como ese ejemplar eximio de la arquitectura comunal, se poblaba de sujetos que se encerraron en ella para despojarla a martillazos de sus entrañas, incluyendo luminarias góticas, puertas talladas, pasamanos de fierro forjado, marcos de roble y cualquier cosa que se pudiera revender. Se encaramaron como garrapatas en su techo para desplumarlo de su distinción, tejas de arcilla y la madera, exponiendo su esqueleto. Una excavadora de 50 toneladas vino a sumarse a la bacanal y en 5 días de golpes y garrotazos transformó en un cerro de polvo y escombros unos noventa años de historia, junto a cada árbol y maleza.
Vimos transcurrir en cámara lenta como ese ejemplar eximio de la arquitectura comunal, se poblaba de sujetos que se encerraron en ella para despojarla a martillazos de sus entrañas, incluyendo luminarias góticas, puertas talladas, pasamanos de fierro forjado, marcos de roble y cualquier cosa que se pudiera revender. Se encaramaron como garrapatas en su techo para desplumarlo de su distinción, tejas de arcilla y la madera, exponiendo su esqueleto. Una excavadora de 50 toneladas vino a sumarse a la bacanal y en 5 días de golpes y garrotazos transformó en un cerro de polvo y escombros unos noventa años de historia, junto a cada árbol y maleza.
Debo destacar que la municipalidad se hizo presente exigiéndole a la constructora la instalación “inmediata” de una malla Raschel de 1,5 metros de altura rodeando el perímetro de la propiedad.
Nada se dijo de la
polvareda o el CO2 que emiten las retro excavadoras a diésel desde el amanecer a metros de nuestras narices. Tampoco del ruido
y contaminación que emite el generador de alta potencia que provee electricidad
a la “obra” las 24 horas del día. Que hay de la alta velocidad y el manejo agresivo de los
camiones de alto tonelaje o de la destrucción de
veredas y calles. Menos aún de la flora y fauna borrada de golpe en una ciudad
altamente contaminada o de la plaga de
ratones que escapan de la demolición en busca de nuevos refugios por el
vecindario.
En sociedades
desarrolladas (y también en otras no tanto) el patrimonio tiene un valor, impulsa
economías, genera empleo. Dueños de
constructoras, arquitectos (y sus educadores), legisladores y autoridades
comunales, cómplices, incapaces de alertar, incidir, resguardar o crear
obras que favorezcan a la calidad de vida y preserven nuestra identidad. Viajan
por América Latina y Europa y quedan boquiabiertos de cómo la convivencia entre desarrollo
y patrimonio es posible.
El tiempo, sana, olvida
y hasta justifica todo acto de ignorancia. La compra en blanco, en verde y en
el color que sea ha de ser un éxito y nadie se preguntará qué hubo allí, es irrelevante.
No pasará mucho tiempo hasta
que ya no tengan que inventar cuentos a la señora de que su jardín está
perfectamente regado, y que mañana si la llevan de vuelta a su espléndida casa
Tudor que tanto cuidó. Ella también olvidará.