En la mañana del 21 de
agosto del año 1990 habiendo pasado un largo y desordenado trasnoche a bordo de
un vuelo de Lan, me encontraba entre un grupo de 90 estudiantes en el
aeropuerto de la ciudad de Miami iniciando un viaje de intercambio. La noche anterior mi
familia y un grupo de amigos me habían despedido entre sonrisas y deseos de
buena suerte en el pequeño aeropuerto de Pudahuel de la época.
Cerca de las 7 de la mañana
y habiendo cruzado inmigración, ya no éramos los 90 iniciales, pues íbamos siendo
encaminados según destino, a una aerolínea y terminales distintos. Un grupo de
20 de nosotros fuimos trasladados al terminal de American Airlines, desde el
cual tendríamos como destinación alguna ciudad del Sureste y Medio Oeste
estadounidense. Juntos, ansiosos y expectantes, esperábamos con un nudo en el
estómago a cada llamado de un nuevo compañero que partía a tomar su vuelo
respectivo. Cada uno era despedido con bromas y risas, "no echis demenos a tu mamita", que "cuidado con las gringas", pero a medida que el grupo se
fue reduciendo la sensación de confianza que brindaba el grupo iba
desvaneciéndose.
Y fue así como quedamos
únicamente dos en el terminal semi vacío. Mi colega era de La Serena. Apostábamos a cada nuevo anuncio quien
sería el próximo, hasta que le tocó a él partir primero. Nos despedimos con un fuerte abrazo y deseos de buena suerte ante la incertidumbre jamás vivida y con una
innegable sensación de desamparo en la mirada. Mi colega partió hasta perderse entre la
gente. Quedé solo a la espera del embarque y teniendo que arreglármelas para
espantar las ganas de salir corriendo de vuelta a la pollera de mi vieja, a
quien dejé valiente como un roble en Santiago, pero en un mar de lágrimas al
volver a nuestra casa según me contara, por carta, mi hermana.
Luego de algunos minutos
emprendí vuelo en un pequeño avión de no más de 20 pasajeros, que en una
hora y media me llevó hasta el aeródromo del condado de Onslow que
servía al pueblo de Jacksonville, en Carolina del Norte. Allí me esperaban mis papás
anfitriones a quienes veía por primera vez. De rasgos marcadamente gringos (ambos
rubios altos de ojos azules, gordos y blancuchentos), me esperaban risueños con
pancartas y globos que decían "Welcome Pablo!". Junto a Dale, Judy, y sus hijos Wendy y Mike, me tocó vivir por un año, hasta el día 16 de agosto del año
91.
Y ahí hubo una infinidad de
buenos momentos (muchos viajes, deportes, amigos, amores), y otros no tanto (la
partida del esposo de Wendy a la guerra de Iraq, los castigos por haber
reprobado un par de ramos, por haber tomado cerveza a escondidas
y por dejar sin dientes frontales de un puñetazo a un buen amigo). Y
el idioma inglés, que marcó mi vida por siempre.
Recuerdo esto hoy cuando
Paula, a quien recuerdo tan solo ayer como una de las primas chicas, de pelo
desordenado y muy mal humorada, hoy transformada en una muñeca de un metro ochenta,
toma un vuelo transatlántico con destino a Australia como si fuera de lo
más normal. Cruza todo el Pacifico Sur y parte del Mar de Tasmania para posarse
sobre la loza del aeropuerto de Brisbane, antes de trasladarse a Airlie Beach en
el estupendo Estado de Queensland, donde vivirá un capítulo importante de su vida.
En mi época, presidía el
país Bush padre, de quien nada bueno se puede decir, ya sabemos quién fue su
hijo, (aunque ambos le dan un par de vueltas en asertividad a su actual sucesor). Pienso que Paula fue muy inteligente en anticipar lo que se venía en Estados Unidos.
Al momento de decidir dónde viajar, sostuvo con seguridad que no le interesaban
los Estados Unidos ni de lejos, quería algo diferente, y entre Australia y
Nueva Zelanda, quizá Europa, optó por los Aussie.
Y donde más podría haberse
ido esa princesa sino a Queensland.
Hablé con ella ayer, minutos antes
de su embarque. Solo escuché determinación, integridad, ni un atisbo de
inseguridad.
Cuando le toque volver, lo hará con un inglés de
acento medio raro. Eso y un contenedor con una tonelada y media de
aventuras.