Somos una peculiaridad de especie. Nada nos predispone tanto a la belleza como una tragedia natural.
Ese pequeño hilo de agua que nace en los cajones de Lo Barnechea, en la confluencia del San Francisco y el Molina, y que más abajo recibe el nombre de Mapocho recorriendo los sectores más conspicuos de Santiago, aun habiéndose encabronado un poco con la lluvia, no fue responsable del anegamiento de esos quince kilómetros de ciudad en la madrugada del 17 de abril, pues no hubo nada anómalo en la cantidad de agua caída.
Días antes del desborde, los ingenieros de la moderna autopista en construcción calificaran de alucinaciones neuróticas las advertencias que recomendaban ampliar el encauzamiento del río. Ese afán de dominación de la naturaleza que suele resultar infructuoso y tan costoso pues bastó un leve incremento del caudal para que el río se liberara a toda velocidad por sus cauces originales, alojándose en forma de materia viscosa por cada recoveco bajo nivel de las calles perpendiculares a la gran avenida.
Toneladas de agua mezclada con barro que a juzgar por su olor, dejaba serias sospechas de acarrear una cantidad considerable de mierda. Un espectáculo que la televisión abierta se hartó de repetir hasta el mareo.
Entre los negocios afectados estaban algunas de las mejores librerías del sector, que hidalgamente sobreviven a la especulación, el desinterés y al asedio de las farmacias deseosas de arrebatarles su privilegiada ubicación.
La Noche de las Librerías organizada sin demora, ocurrió luego de siete días del encharque, y tuvo como foco la librería Catalonia, epicentro barrial.
Llegué a eso de las siete y media cuando la gente ya se agolpaba en el frontis. Un colaborador de la tienda que coordinaba el ingreso de la gente, apaciguaba a la multitud con acento ibérico: "Tranquilizaos, debéis tener paciencia, para haceros la visita más agradable hemos de limitar vuestra entrada".
En unas mesas dispuestas en las afuera del local, firmaban libros Gumucio y los periodistas Matamala y, nada más nada menos que Mónica González, atractiva, sabia y amable saludando a todo el que se le quisiera acercar. Mario Sepúlveda firmaba más allá “70 días de noche, 33 mineros atrapados: Historia oculta de un rescate”, de Emma Sepúlveda. La gente entusiasmada con su optimismo contagioso le demandaba besos, abrazos y selfies.
En el calor de la fila desordenada trabé conversación con una mujer de conversa fácil, con quien nos sobró el tiempo para hablar del cielo y la tierra. Nos deseamos mucha suerte y nos despedimos como grandes amigos, cuando luego de la hora de espera el majo de la puerta autorizara mi ingreso. Agradecido, accedí sintiendo una mezcla de privilegio y ansiedad.
El interior de la librería repleta, era sofocante, incómodo y fabuloso. Dos de los tres niveles estaban habilitados. El subsuelo estaba en obras. Los diez millones de pesos en libros arrasados por el lodo esperaban el veredicto del seguro alojados en una bodega lejos de allí.
A pesar del caos de la última semana, los libros estaban ordenados alfabéticamente con rigor. Moverse implicaba un trueque, ¿”qué tal si tu vienes pacá’ y yo voy pallá?". Brazos en busca de libros se te cruzaban por cuello y sobaco seguidos de disculpas, sonrisas y permisitos.
Había una variedad regocijante. Los Perec, los Murakami, los Cheever, los notables argentinos y los rusos, contaban con un surtido de sus títulos de más y de menos reconocimiento. Encontré dos volúmenes de los cuales me hice rápidamente no fuera que una de las manoplas ansiosas que se me cruzaban por la nariz fuera a arrebatármelos: El segundo volumen de Los Viernes de Juan Forn, y Más Afuera, de Jonathan Franzen.
Alguien podrá decir que una biblioteca personal ha de estar conformada por libros leídos antes que de aquellos por leer. No es mi caso. Encuentro siempre la excusa perfecta para hacerme de más libros de lo que mi cerebro es capaz de deglutir en el tiempo del que dispongo. Fue así como decidí al interior de la librería, cual alcohólico que se hace de su última botella, que era la hora de hacerme del segundo volumen de la serie Mi Lucha de Karl Owe Knausgard, cuyo primer volumen dejó en mi un rayón imborrable en ese receptáculo de emociones al que llamamos corazón.
Logré salir a las 2 horas, cuando el tumulto no mermaba y los escritores habían partido. Hubiese querido saludar a Mónica González, aunque el pudor crónico del cual soy constante presa me lo hubiese dificultado. Me crucé con una de las dueñas de la librería, que lucía exhausta, pero amable me sonrió agradecida.
Cuando ya eran pasadas las 10 de la noche ingresé al pequeño centro comercial para recordar que las demás librerías estaban igualmente de fiesta. Antes que una tragedia eso era una celebración. Ingresé a la gran Altamira, me acerqué a una vendedora que se notaba bien leída y le pedí "algo balanceado entre drama y humor, de publicación reciente e inolvidable". Saltó de donde estaba, dribló a un par de clientes y se perdió por los recovecos del lugar. No le tomó más de 4 segundos en poner en mi nariz un volumen de Stefan Zwieg, de quien nunca había escuchado. Prácticamente me ordenó llevarlo. Mientras hacia la fila de pago, conversamos de lecturas mutuas. Me comentó de un tal Rosales, y que si me apuraba podría presenciar la presentación de su libro que estaba por ocurrir en el patio posterior. Me despedí con promesas de volver.
Llegué justo a tiempo cuando Rosales, Christopher Rosales, rodeado de un círculo de amigos ansiosos y gente desconocida anunciaba con voz trémula que leería el primer capítulo de su recién lanzada primera novela. Un aplauso de empatía resonó para animarle.
A Rosales le siguió, entre luces colgantes de colores, la música en vivo que sonaba frenética. El otoño, demasiado frío para la época se hacía notar, pero la mezcla a todo volumen de una especie de Electro-Cumbia elevaba el espíritu, calentaba el alma. Y la gente animada, saltaba, cantaba y reía. Estaban todos tan alegres aullando cosas casi incomprensibles quizá a culpa del champagne que corría suelto a cuenta de la casa o quizá simplemente porque no había otra cosa que hacer más que celebrar la desgracia.
Contagiado, estuve a punto de subirme a una mesa camisa en mano y destemplar a todo pulmón, “!gracias a los hijos de puta por esto!", pero me contuve, no fuera a propiciar una quema resentida de automóviles de lujo, porque el ánimo era combustible.
Habría ciertamente que agradecer. No a los hijos de madre que causaron el desborde, no. Porque no conocen otro idioma que el de la mezquindad miserable. Quizá más bien a la naturaleza humana por lo poco que cuesta sacarnos lo bueno de adentro.
Agradecer mejor al Mapocho por la sutil lección, por ser el mismo río de siempre, por estar ahí debajo silencioso, desde antes que llegáramos todos, por recordarnos que no somos más que parte de esa misma naturaleza.